La obra animalista, en la cerámica, se remonta a las primeras creaciones del hombre. Consideradas como re-presentaciones mágico-cinegéticas las primeras creaciones de imágenes de animales eran interpretadas como la anticipación del animal cazado, como plasmación del anhelo de la posesión; aunque en el caso de las obras escultóricas, en arcilla, hueso y madera, también se aprecia, además del conocimiento vasto que tenía el hombre paleolítico de sus presas la necesidad de crear ornamentos, de concebir elementos que estetizaran la vida primitiva. Así pues desde los orígenes de la creación plástica la cerámica ha proyectado sus capacidades evocativas, ornamentales y utilitarias.
Es justo en estos primeros siglos de vida social en los que el arte, y en consecuencia, la cerámica, fuera cual fuere su técnica de creación, quema y terminación, conquista cuatro de los lenguajes principales de expresión: el naturalista, como homologación de la realidad; el abstracto, como expresión del ejercicio de síntesis y visión ideográfica del mundo; el surrealista, como sublimación de realidades y concreción de otro “mundo” en el que la subjetividad se mezcla con la objetividad y las formas se amalgaman en la concreción de un ente nuevo y metamórfico (este tipo de creación se aprecia fundamentalmente en la representación deística, totémica y de ídolos tribales en algunas culturas); y por último, el lenguaje expresionista que surge de la subordinación de las proporciones y las formas a la voluntad de acentuar la expresividad y la capacidad comunicacional. (...)
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