Las hermanitas Gómez

por Julio Gómez - 10/1999

Durante mi ya extensa militancia en la cerámica he conocido personajes muy interesantes, a veces pintorescos, pero “Las hermanitas Gómez” ocupan en mi memoria un lugar de preferencia. Las llamo “Las hermanitas Gómez” pues así las conocían todos y cuando digo que las conocían me refiero a que tenían cierto renombre, pero personalmente sólo las conocíamos Don Antonio y yo, Don Antonio era ese señor de la camioneta rara que les traía las damajuanas. Dionisia y Herminia Gómez eran hermanas y posiblemente mellizas, unas mujeres bastantes veteranas cuando yo era todavía bastante joven, nunca supe bien si eran solteras o solteronas, tenían un taller de cerámica en esa vieja casona del barrio de Villa Urquiza y con ellas convivía un hermano menor, bastante raro física y mentalmente, su nombre era Tancredo pero ellas lo llamaban Tancredito, casi siempre a los gritos. Las hermanas no tenían problemas económicos pues me habían contado que heredaron algún dinero, no mucho, y algunos libros de ese tío medio brujo que había muerto ya hacía algunos años. Las hermanas simpatizaban conmigo, posiblemente por que teníamos el mismo apellido y a veces, sólo a veces, me hacían algunas confidencias, a Don Antonio no. Las hermanas sabían que el dinero heredado algún día se terminaría y habían trazado un plan pensando en su futuro.
Una tarde de verano, muy calurosa, estando yo de visita hicieron un alto en sus tareas, cosa excepcional pues siempre se las veía muy laboriosas, moviéndose en todas direcciones y tan graciosas con sus guardapolvos negros, quizás en su juventud tampoco fueron lindas pero algo de gracia tenían. Esa tarde me invitaron con un té, como lo hacían siempre, ese té oscuro y de sabor tan raro que nunca podía terminar de tomar y me comentaron su proyecto, hacía ya años que producían piezas cerámicas, todas por el proceso de colada y agregando a la pasta algunos óxidos para colorearlas, no usaban esmaltes y la temperatura de cocción era bastante baja para que quedaran más porosas. Las piezas producidas por ellas eran interesantes, algo rudimentarias pero interesantes, además todas eran terminadas a mano y las hermanas sabían darle ese toque magistral con que el buen escultor dibuja una sonrisa o agrega ese mohín a la rayita del culo. Tancredito, que era muy trabajador, también hizo una pausa en sus tareas y se paró delante mío observándome fijamente con la sonrisa de un demente brillándole en los ojos. Las hermanas notaron mi incomodidad y le ordenaron que siga trabajando, lo hizo de inmediato, asustado, las hermanas me hicieron algunas consultas técnicas y me confiaron otros detalles, me mostraron una gran olla, con una especie de caldo amarillo y burbujeante hirviendo sobre un fuego de leña, donde introducían las piezas durante un par de horas, después Tancredito las pescaba con un colador y las llevaba afuera para secarlas al sol, impresionaba ver la enorme cantidad de piezas apiladas prolijamente. A continuación Tancredito cavaba un hoyo, en un terreno bastante grande que tenían en el fondo, y las hermanas enterraban las piezas y las cubrían con abono, el terreno, cuidadosamente parcelado, sugería un cementerio y sugería bien pues ellas lo llamaban “Nuestro cementerio”.
Según la misteriosa receta de uno de los libros heredados de su tío las piezas tendrían, en unos pocos años, una pátina fascinante que las convertiría en valiosas “antigüedades”, cuando se esté acabando nuestro dinerito comenzaremos a desenterrarlas y venderlas me comentaron. Cuando estaba por irme llegó Don Antonio y bajó de su camioneta una gran cantidad de damajuanas, quedé bastante intrigado y volví a visitarlas a los pocos días, las hermanas siempre me atendían cordialmente pero no dejaban de trabajar con ese movimiento constante, a veces las seguía por todo el taller, para poder mantener la conversación, y otras veces me sentaba en un banco alto, de madera, y levantaba la voz para que me oyeran cuando se alejaban, no se bien por que extraña razón percibía su estado de ánimo y sabía como proceder en cada ocasión, cuando les pregunté por las damajuanas de Don Antonio se miraron dubitativas pero fué sólo un segundo, luego me explicaron que ellas, con la ayuda de Tancredito, no podían hacer todo el trabajo y el caldo se los preparaba Don Antonio, él había jurado mantener el secreto y ellas le habían prometido que algún día, una de ellas se casaría con él, la propuesta debe haberle parecido muy atractiva pues tengo entendido que ni les cobraba por el servicio. Hombre raro Don Antonio, con esa vieja camioneta europea de la cual siempre me pregunté que clase de motor tendría, si es que tenía. Las hermanas estaban trabajando en la otra punta del taller y yo esperaba que volvieran, para saludarlas e irme, cuando Tancredito pasó al lado mío, yo siempre había creído que entre otras cosas también era sordomudo y quedé muy sorprendido cuando, con voz de barítono, me dijo: “Es inútil, viejo, es inútil!”, cuando las hermanas vinieron hacia nosotros se alejó prestamente, saludé y me fuí, al salir lo ví a Don Antonio parado frente a una casa contigua, baldío por medio, y al saludarlo me comentó que hacía pocos días se había mudado allí, para estar más cerca, y además podía dejar la camioneta en el baldío y ahorrarse el garage.
Pasaron un par de meses y por diversos motivos no pude visitar a las hermanas.
Un día me llamaron por teléfono para saludarme y también para invitarme al otro día, al atardecer, a su taller para una celebración, me llamó mucho la atención el hecho que me llamaran, pues nunca lo hacían, y bastante intrigado concurrí al convite, el otro invitado, Don Antonio, no pudo asistir pues tuvo que salir de viaje, imprevistamente. Las hermanas me explicaron que por fin había llegado el día, ya les quedaba poco dinero, y sacarían las primeras piezas, que ya llevaban varios años enterradas, para poder venderlas, era un momento especialmente emocionante y merecía una celebración, yo era un invitado especial y el otro, Don Antonio, lamentablemente había tenido que viajar. Para la ocasión las hermanas habían preparado un vino casero, para brindar, que tenía un color y un sabor muy parecido a ese té que nunca podía terminar de tomar y para comer sirvieron algo que dijeron era caviar artesanal, de inmediato recordé que una vez las hermanas comentaban acerca de una receta a base de ovarios de ranas silvestres, de esas que había tantas en el terreno del fondo, y ante la duda me excusé diciendo que era alérgico al caviar, Tancredito lo comía untando grandes cantidades en rodajas de pan casero, también había abusado del vino y con el rostro enrojecido y los ojos brillantes comenzó a golpear el piso con una pala, con evidente impaciencia, las hermanas trataron de calmar su ansiedad y le dijeron que enseguida iban a comenzar, fuimos todos para el fondo y nos paramos alrededor de una parcela de más o menos un metro cuadrado y delimitada por un cordoncito de césped, las hermanas intentaron recitar unos conjuros que habían estado practicando pero Tancredito, saturado de vino y superado por su impaciencia, clavó la pala bruscamente en el centro de la parcela y produjo un derrumbe, cuando se disipó un poco la nube de tierra levantada vimos a Tancredito, la pala y unas cuantas ranas en el fondo del hoyo, no se veía ninguna pieza de las que tenía que haber bastantes.
Superada la sorpresa, y el golpe recibido, Tancredito se puso en cuatro patas y empezó a escarbar a su alrededor descubriendo pequeños túneles que interconectaban las parcelas, todas vacías, prosiguió su recorrido y al rato volvió gritando enfurecido: “Fué ese ladrón miserable, Don Antonio, miserable!”. Según creímos entender el sótano de la nueva casa de Don Antonio se conectaba con un agujero en la medianera con otro sótano oculto bajo los escombros y malezas del baldío contiguo y desde ahí habían cavado para robarse las piezas, como Don Antonio se había ausentado inesperadamente no pudimos pedirle explicaciones, pienso que no debe haber ido muy lejos pues se fué con la camioneta. Las hermanas, paradas una junto a la otra, lloraban bajo el alero que daba al fondo y Tancredito, más combativo, rompía con la pala todo lo que veía, por mi parte no sabía como consolarlos y aprovechando un momento oportuno pude escabullirme hacia la calle, afuera todo seguía igual excepto el cartel que ofrecía en alquiler la casa de Don Antonio.
No volví a ver a las hermanas, sé que tendría que haber vuelto pero no lo hice, me fuí enterando, por comentarios de la gente del gremio, que rehicieron su taller y fabricaban souvenirs para un mayorista de la zona del Once. Hace algún tiempo, en una casa de antigüedades del barrio de San Telmo, ví en la vidriera una de aquellas piezas, la reconocí de inmediato y entré para averiguar lo que pudiera, el señor que me atendió me dijo que era muy antigua y que la tenía reservada, no me quiso decir el precio y cuando la tuve entre mis manos no pude apreciar si era linda o fea, buena o mala, sólo supe que quería tenerla y estuve a punto de robarla, finalmente no me atreví, de lo cual estoy amargamente arrepentido, y estoy seguro que la próxima vez no me volverá a ocurrir.