Riendo

por Julio Gómez - 05/2000

Hacía ya unos cuantos años que no veía a Don Julián Salerno, artista ceramista y también podríamos decir filósofo, a su manera.
Cuando lo conocí, en su taller de Olivos, estaba posiblemente en su mejor etapa creativa. Sus obras eran excelentes y aunque él no lo considerara así podría haber ganado los premios más importantes.
Cuando estaba más o menos cerca de su taller no dejaba de visitarlo y siempre lo encontraba trabajando en piezas cada vez mejor logradas. Pero si bien lo admiraba como artista más lo admiraba por su particular filosofía y su fascinante sentido del humor.
Muchas veces se paraba delante de sus obras y reía. Cuando le preguntaba por qué, me explicaba que las encontraba graciosas pero además de eso, para él, reír era un ejercicio vital. Al levantarse, todas las mañanas, se miraba en el espejo y reía a carcajadas. Me explicó que era muy importante poder reírse de uno mismo para después reír de todo lo demás, sin culpas. Al principio me pareció medio chiflado pero después de conocerlo mejor cambié de opinión.
Durante varias temporadas disfruté de su cerámica y de su risa, pero un día que pasé por su taller lo encontré inusualmente serio. Me comentó que no estaba pasando por su mejor momento y había decidido ir a vivir algunos años en Europa, para cambiar estos ya no tan buenos aires. De pronto comenzó a reír como si hubiera dicho su mejor chiste, con esa risa tan contagiosa que me hacía reír muchas veces sin comprender bien de que se trataba.
Después de su viaje no lo volví a ver hasta hace un par de años, cuando nos encontramos en un Salón Nacional de Cerámica. Estaba parado frente al Gran Premio de Honor riendo a carcajadas. Cuando me vio, me saludó con un abrazo y me comentó que había regresado recientemente. Había dejado de hacer cerámica pero por suerte no había dejado de reír. Luego opinó que las obras que estaba viendo no le gustaban, que cada vez veía menos cerámica y más otros materiales, madera, espejos, hierros, pintura dorada y muchos otros que no tenían nada que ver con una obra de arte cerámico. Después agregó que imaginaba alguna de estas obras en la vidriera de una tienda de pueblo chico y a la gente del lugar encontrándola muy buena. Pero lo que más gracia le causaba era el jurado que las había aceptado, el público que no entendía nada y mi cara de asombro. Siguió riendo un rato más y antes de irse vaticinó que algún día los ceramistas, casi sin darse cuenta, verían suplantados sus salones de cerámica por otros de carpintería o de herrería artística. Luego me saludó y se fué.
Esa noche, antes de acostarme, me miré en el espejo del baño y reí a carcajadas. Esa noche dormí como no recordaba haberlo hecho antes.