Hacía ya varios días que venía sucediendo, una sensación de inquietud y el recuerdo fugaz pero reiterado de ese joven ceramista que siempre me había parecido tan raro. Desde la primera vez que había ido por mi negocio buscando materiales poco convencionales y respondiendo con evasivas a mis preguntas me había causado la misma extraña impresión.
Hacía tiempo que no lo veía y ahora lo recordaba de esta manera. No conocía su taller pero tenía su dirección y decidí ir a verlo.
Cuando llegué, sin anunciarme, lo encontré trabajando y me dijo que estaba esperándome. Sorprendido, le comenté lo que venía ocurriendo y me aconsejó que no me preocupara que él ya lo sabía.
Su taller parecía como cualquier otro pero me llamó la atención no ver sus cerámicas por ningún lado. Se lo dije y me comentó que las tenía guardadas, en la oscuridad, por el problema de las radiaciones. Abrió un viejo armario y me mostró crisoles y una gran cantidad de plaquetas algunas de las cuales parecían metálicas, todo con aspecto de cosas muy antiguas. Le pregunté que clase de cerámica hacía y me dijo que solamente cerámica experimental, le comenté que yo también hacía cerámica experimental pero que su trabajo me recordaba a la alquimia más que a la cerámica. Sonrió y me explicó que todos sus antepasados fueron alquimistas, me pidió que no lo comentara y dijo que confiaba en mi discreción. Agregó que hacía muchos años que me venía observando y que estaba seguro que mi perfil psicotécnico era el apropiado. Luego opinó que la alquimia ofrecía grandes posibilidades de progreso y me comentó que si me interesaba contara con toda su colaboración. Le dije que, por supuesto, me interesaba y bromeando le expliqué mi deseo de transmutar en metales preciosos ciertos minerales baratos. Sonrió, como reprochándome, y me aclaró que no le sorprendía que yo pensara así, pero que de a poco iría descubriendo el verdadero sentido de la alquimia, la transmutación psíquica. A continuación me ofreció un par de viejos libros, casi destruídos, y me dijo que en ellos encontraría todo lo que necesitaba. Me aconsejó que tuviera paciencia, mucha paciencia, y me pidió que no lo llamara que él se iba a comunicar.
Llevé los libros a mi casa y luego de limpiarlos y pegar partes rotas comencé a leerlos, el texto, manuscrito en estilo casi gótico, era totalmente indescifrable. Estuve meses procurando encontrar las claves para entenderlo y no lo logré. Finalmente, ya muy irritado, abandoné su lectura. Siempre me habían interesado los temas alquímicos pero ahora mi actitud había cambiado y sentía un profundo rechazo por los mismos.
Pasó un tiempo bastante largo, creo que años, y un día caminando por la zona de Pacífico me encontré con su hijo. Lo reconocí de inmediato y él a mí también. Me llamó la atención no recordar que tuviera un hijo y calculé que debía haber sido muy chico en aquella época como para que ahora me recordara tan bien. Me invitó a tomar un café y fuimos al bar Falucho en Humboldt y Av. Santa Fé. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana y mirándome fijamente me dijo, con su sonrisa-reproche, que era evidente, a juzgar por mi actitud, que no había progresado en mis estudios. Me explicó que no debía desanimarme, que no estaba todo perdido y que todavía podía volver a empezar. De pronto se puso de pie, diciendo que había tantas cosas por hacer, y se alejó rápidamente, sin saludar y lo que es peor dejando la cuenta sin pagar.
Bastante confundido me quedé reflexionando y no pude evitar imaginarme, ya octogenario, recibiendo en el hospicio la visita de su nieto, reprochándome con su sonrisa y proponiéndome un nuevo intento.
El alquimista
por Julio Gómez - 03/2000