En cierta oportunidad fui invitado, a una escuela en la zona sur, para dar una charla sobre un tema técnico que me habían solicitado. Había bastante gente y algunos pocos parecían interesados, el resto bostezaba con disimulo. Después de tantos años no me sorprendía. Lo que si me sorprendió fue que, al finalizar la charla, una mujer, del grupo de los interesados, me dijera que necesitaba hablar conmigo con urgencia. Me preguntó si iba para el centro y ofreció llevarme con su coche, le expliqué que yo había ido con el mío y me dijo que entonces dejaba el suyo y venía conmigo. Me llamó la atención tanto interés pero no hice comentarios. Durante el trayecto de regreso me pidió que le diera más detalles sobre el tema de mi charla, le expliqué que mucho más no podía agregar y pareció decepcionada. Luego me hizo infinidad de preguntas, siempre referidas a la tecnología cerámica, y noté que parecía muy ansiosa. Ya habíamos cruzado el Riachuelo y estábamos cerca del Parque Lezama. En ese momento el tema de conversación era pastas de bajo coeficiente de dilatación para fuego directo.
Un poco antes de llegar a Plaza de Mayo la mujer, que era bastante atractiva y usaba polleras muy cortas para su edad, se fue acercando cada vez más, me envolvía su perfume y sentía su aliento tibio, en mi oreja derecha, cuando me preguntaba por esmaltes para vajilla libres de plomo. Ya me estaba poniendo un poco nervioso y no se me ocurrió otra cosa que poner mi mano derecha sobre su rodilla (izquierda).
Ella a su vez puso su mano sobre la mía y apretando suavemente me pidió que no pensara mal de ella explicándome que cuando oía hablar sobre tecnología cerámica se excitaba mucho sin poder evitarlo. Haciéndome el distraído conduje hasta los bosques de Palermo y no hubo ninguna objeción. Cuando me detuve, junto al lago del Rosedal, me comentó que había estado casada con un veterano profesor de la Escuela Nacional de Cerámica, hombre de modales catedráticos, que la había enamorado con sus amplios conocimientos. Vivieron años felices hasta que el viejo profesor contrajo afonía crónica y casi no podía hablar. Terminaron separándose. También me dijo que el tema que más la excitaba era cálculo Seger y me pidió que le explicara todo lo que yo supiera sobre el mismo. Nunca me gustó el cálculo Seger así como a usted puede no gustarle la filosofía o las matemáticas. Intenté cambiar de tema pero insistió con firmeza. Apenas pude balbucear algunos silicatos de plomo y para distraerla me acerqué más pero me dijo, suplicante, que quería más Seger. No atiné a recordar ninguna composición interesante y decidí, por el momento, inventar alguna confiando que la dejaría conforme. Cuando lo hice me miró fastidiada y me pidió que no le mienta. Puse en juego toda mi creatividad y le recordé que Seger había sido el inventor de los conos pirométricos. Pareció gustarle el tema y cuando un auto nos iluminó de frente, fugazmente, pude ver sus ojos entrecerrados. De pronto se echó hacia atrás, desafiante, y me preguntó si recordaba a cuantos grados Farenhait doblaba el cono 021. Nervioso manoteé mi portafolios donde siempre llevaba un manual y tiré todos los papeles al piso. Sentí su respiración anhelante y noté que empezaba a enfurecerme. Me pregunté que hacía yo, ahí, en tan ridícula situación y me sentí el más estúpido de todos los ceramistas. Puse el auto en marcha y me dirigí hacia el centro sin decir palabra. Mientras conducía percibí su desconcierto aunque no hizo ningún comentario. Llegamos hasta Avenida Pueyrredón y luego tomé por Corrientes, paré frente a una importante librería, de esas que cierran muy tarde, le pedí que baje y le aconsejé que compre los tres tomos del diccionario de Fernández Chiti. Cerré de un portazo y me fui a dormir.
Cerámica excitante
por Julio Gómez - 10/2001