En alguna oportunidad, hace ya muchos años, visitando un importante salón de Cerámica tuve un interesante encuentro con una ceramista que me consultaba acerca de las técnicas empleadas en ciertas obras premiadas. Le expliqué, como hago siempre, que no podía darle datos ciertos sobre algo que había hecho otra persona. Lo único razonable era ofrecerle alguna sugerencia de cómo intentar algo similar.
A continuación me invitó a conocer su taller donde, me dijo, vería alguna de sus obras y apreciaría mi opinión. Combinamos una visita y finalmente fui a su taller. En el mismo me mostró dos grupos de piezas y me preguntó cuál de ellos me parecía más interesante. Al primer vistazo ya tenía mi opinión y cuando se lo dije pareció contrariada. Quise saber el motivo y me explicó que las menos interesantes eran las que le habían salido de acuerdo a sus expectativas y en las más interesantes habían influído, en todos los casos, algún imponderable y otros motivos casuales. Tratando de suavizar la situación le comenté que por lo menos era una ceramista con buena suerte pues los inconvenientes no le habían estropeado las obras, todo lo contrario, Reaccionó diciendo que esto no le servía de consuelo y pretendía que su obra no dependiera de su buena o mala suerte y sí de sus propios méritos. Insistí diciéndole que si bien tener buena suerte no era un mérito en sí mismo al menos era una condición que no había que desaprovechar. Creo que captó el mensaje y la ví sonreir esperanzada. Tiempo después la volví a encontrar en otro salón donde había obtenido el premio más importante y cuando me vió vino a saludarme y agradecerme por mis consejos. Me explicó que, a partir de aquella visita, había entendido la esencia de su problema que consistía en realizar su obra atada a inhibiciones y prejuicios que coartaban su libertad expresiva y la conducían al fracaso. Volvió a agradecerme y nos despedimos. Más tarde, reflexionando sobre lo ocurrido, no pude recordar haberle dicho nada de eso.
Cerámica casual
por Julio Gómez - 11/2007