Hará unos seis o siete años, no recuerdo muy bien, recibí un llamado de una ex clienta, señora muy adinerada y que en algún tiempo se dedicó a la cerámica. Digo que se dedicó sin estar seguro de que todavía no lo hiciera, tampoco le pregunté. El motivo del llamado era para invitarme a su casa, cuando estuviera cerca, para que viera una pieza de cerámica que había traído del norte del país.Combinamos para el sábado a la tarde y fui hasta las Lomas de San Isidro donde tenía su casa, era un imponente chalet de dos plantas y al frente un gran parque. Mientras esperaba que me atendieran ví desde la calle un enorme cacharro, de barro rojo, muy cerca de un estanque con peces de colores. Una empleada, de uniforme, abrió la puerta y me pidió que pasara, que la señora me estaba esperando. Con un gesto enérgico paró en el aire a varios Doberman que saltaron como misiles, cada vez que me acuerdo se me hiela la sangre.
Era a comienzos de primavera y nos sentamos a tomar el té en una mesita que las mucamas colocaron al lado del estanque, justo frente al cacharro rojo.
La señora me comentó que lo habían traído, con su marido, de un reciente viaje al norte del país y que le había costado una fortuna, agregó que la tenía muy intrigada y me pidió opinión. La pieza, aparentemente, había sido torneada a mano, sin embargo no tenía huellas visibles que así lo confirmara, además su tamaño y peso eran tan grandes que me llenaron de dudas. La pasta roja, de color intenso, parecía bastante vitrificada. También me contó que el día que fueron a buscarla el maestro alfarero no estaba y los atendió el intendente de la localidad que también oficiaba de ayudante del taller. Me dijo que el alfarero se llamaba Chacho Taboada, pero que todos lo conocían como “el alfarero del diablo”, me preguntó si había oído hablar de él y le expliqué que no y que tampoco había visto antes alguna de esas piezas. De pronto la señora, que parecía muy ansiosa, me hizo una propuesta inesperada, me ofreció que fuera a ver al alfarero, con todos los gastos pagos y también honorarios y que le trajera toda la información que pudiera conseguir, la vi tan interesada que no pude negarme.
Al otro sábado emprendí el viaje, en avión hasta Salta y luego en automóvil de alquiler hasta Sarcofagasta, que si mal no recuerdo era el pueblo más cercano al taller del alfarero. Cuando llegamos era media tarde, hice algunas averiguaciones y al enterarme que el taller estaba bastante cerca y que el maestro hacía demostraciones hasta el anochecer decidí comer algo y luego ir para allá. Mientras completábamos el último tramo del recorrido vimos varias camionetas y hasta algún camión grande que regresaban acarreando esas piezas enormes.
Cuando llegamos un señor, que se presentó como el intendente, nos pidió que nos pusiéramos en la fila pues en un rato iba a comenzar la exhibición. El chofer, que me había acompañado, me miraba con aire divertido, había bastante gente y mucha expectativa. Al rato el intendente se paró sobre una tarima y habló acerca de una experiencia única que tendríamos el privilegio de presenciar, a continuación tomó un megáfono y con voz muy fuerte presentó al gran maestro Don Chacho Taboada, «el alfarero del diablo”, la gente muy excitada comenzó a gritar y aplaudir. Don Chacho, que era un personaje de aspecto inexplicable, se paró frente a una especie de torneta de madera, de gran tamaño, y con la ayuda del intendente y de un aparejo, colocaron sobre la torneta una de aquellas grandes piezas, de inmediato el intendente la hizo girar, lenta y penosamente, usando una manivela y una correa de cuero. Don Chacho, con los ojos en blanco, se balanceaba rítmicamente y la rozaba con la punta de los dedos, se apagaron algunas luces y la escena prosiguió en la penumbra, proveniente de la trastienda se escuchaban extrañas letanías y llegaba un fuerte olor a yuyos quemados. El público miraba con la boca abierta y yo no podía creer lo que estaba viendo, de pronto reaccioné y en voz bastante alta les dije que me gustaría ver como se hacía la pieza desde el barro crudo pues la que mostraban ya estaba cocida. Se hizo silencio, se encendieron las luces y Don Chacho, con voz ancestral, me dijo que si yo pretendía robarle sus secretos estaba equivocado porque él no era ningún tonto. Enseguida apagaron las luces y dieron por terminada la exhibición, la gente reaccionó mal, pataleando y gritando y algunos me insultaron groseramente. El chofer me tomó de un brazo y me hizo salir por una puerta lateral, afuera del taller, en un terreno contiguo, vimos gran cantidad de esas piezas, y en algunas , volcadas, se podía observar en la base las letras CH grabadas en relieve.
Durante el viaje de regreso le pedí disculpas al chofer por el mal rato pasado y me dijo que no me preocupara, que no era la primera vez que ocurría. También le pregunté si tenía idea de porqué lo llamaban “el alfarero del diablo” y me explicó que “el diablo” era el apodo del intendente y así lo conocían todos, el Chacho, ese viejo borracho, era su empleado y de ahí provenía el nombre. Cuando quise averiguar como producían todas esas piezas me dijo que de eso no sabía nada y que prefería no hablar más del asunto, no insistí.
Ya de vuelta en Buenos Aires visité a la señora y le conté todo lo ocurrido, no quise aceptar los honorarios que habíamos convenido y lamenté haberla decepcionado.
Un par de años después, caminando por Avenida Corrientes, cerca de Once, entré en un negocio para ver algunas cerámicas importadas y reconocí un par de aquellas piezas. El vendedor me comentó que hacía yá varios años que las importaban de China para un cliente del norte del país, ahora el cliente había fallecido y vendían los saldos directamente al público, pregunté el precio y me dijo que las estaban vendiendo a cuarenta y nueve pesos con noventa centavos hasta agotar el stock.
El alfarero del diablo
por Julio Gómez - 08/2000