Hace ya algunos años, no recuerdo cuantos, me visitó un alfarero del Noroeste de nuestro país para consultarme por un problema, presuntamente técnico, que se había producido en su pueblo y amenazaba con destruir la economía del lugar. Cuando le hice algunas preguntas trató de esquivar las respuestas y tuve que advertirle que si no me daba la información necesaria no podría ayudarlo, pareció comprender la situación y dijo que estaba dispuesto a confiar en mi discreción aunque por la seguridad de su fuente de trabajo, y la de sus colegas de la zona, me daría solamente parte de la información solicitada. A continuación me mostró unas fotografías donde se veían algunas piezas, de barro cocido, con curiosos diseños espiralados y cuando le comenté que nunca antes había visto estas cerámicas me aclaró que las producían solamente para su exportación y eran muy apreciadas en diferentes países. Entonces volví a preguntarle cual era el problema que tenían y que lo había traído a consultarme, con bastante resistencia me fue explicando que algo había cambiado en las condiciones de trabajo que dificultaba, y hasta impedía, la repetición de esos diseños. Las opiniones de los alfareros de la zona estaban divididas y mientras algunos decían que las arcillas que utilizaban ya no eran como antes otros le atribuían la culpa a las veleidades del «mullitorco», ahora influenciado por el cambio climático. En cuanto a la primera opinión le expliqué que las arcillas naturales variaban sus propiedades, a través del tiempo, en relación al nivel de explotación y/o ubicación de los yacimientos y podría ser la causa del problema, en cuanto al tema del «mullitorco» no tenía la menor idea de lo que era y no podía dar opinión. Me explicó que que este último tema era parte de la información que no me podía dar y enseguida me preguntó cuanto me debía por el asesoramiento, le dije que no le podía cobrar por algo que no había solucionado y entonces me invitó a almorzar como una forma de retribuirme la atención prestada, acepté y fuimos a una parrilla vecina. Mientras comíamos me fuí dando cuenta , entre otras cosas, que a este hombre le gustaba mucho el vino y lo tomaba como si fuera agua, cuando pidió una segunda botella le advertí que yo ya no tomaba más pero me dijo que el sí. Cuando comenzó con la tercera botella ya estaba más que locuaz y aproveche la ocasión para volver a la carga con el tema del «mullitorco» y esta vez, sin inhibiciones, comenzó a explicarme. El «mullitorco», ese viento caprichoso, era la herramienta que utilizaban aquellos alfareros para producir esos extraños diseños. La técnica era muy ingeniosa y consistía en colocar las piezas, recién torneadas y todavía bastante húmedas, sobre unas pesadas tornetas de hierro que tenían, en los bordes, una especie de aspas. El lugar elegido era un estrecho desfiladero, formado por la proximidad de las laderas de dos cerros contiguos y al soplar el » mullitorco», que era un viento muy potente, se aceleraba aún más hasta producir el giro de las tornetas, la fuerza centrífuga generada y el microclima del lugar hacían el resto. Después de esta reveladora explicación se produjo un prolongado silencio y cuando le dije que era algo tarde y tenía que irme me dijo que el se quedaría un rato más, hasta consumir el resto del vino, y apoyando la cabeza sobre la mesa me miró como apenado, con una expresión miserable.
Desde entonces, a tantos años de este episodio, cada vez que vuelvo a pasar por aquella parrilla no puedo evitar mirar, a través de la vidriera que da a la Av. Juan B. Justo, para ver si aquel alfarero todavía sigue en el lugar.
MULLITORCO
por Julio Gómez - 12/2011