En una oportunidad un amigo, cuya esposa se había dedicado a la cerámica, me comentó acerca de la preocupación que le producían ciertas cosas raras que estaban ocurriendo. La mujer venía teniendo un extraño comportamiento y todo a partir de concurrir al taller de un profesor que según ella decía era muy importante. Cuando le pregunté por el nombre de dicha persona me explicó que ella no lo quería decir pero que si esto era necesario él lo podría averiguar por su cuenta. Le dije que por el momento no hacía falta pero que ya sospechaba quién podía ser. A continuación le propuse una reunión dónde estuviera su mujer, para poder hacerle algunas preguntas, y combinamos una cena en su casa. Durante la misma la conversación derivó, inevitablemente, hacia la cerámica y me llamó la atención el fanatismo con que esta señora encaraba el tema e inclusive llegó a opinar que el arte cerámico podía ir mucho más allá de lo que los mismos ceramistas suponían y que teniendo fe y un buen guía espiritual los resultados llegaban a ser sorprendentes. Luego siguió explicando que en el marco de nuestro universo terrenal los límites aparecen por todos lados y solamente al trascenderlos, mediante la realización de viajes astrales, las posibilidades se tornaban infinitas. En algún momento intenté manifestar mis dudas acerca de tales procedimientos y entonces, mirándome despreciativamente, opinó que solamente los elegidos podían entenderlo.
Con la intención de suavizar las asperezas en las que estaba entrando la conversación le pedí que me mostrara algunas de sus cerámicas y fuimos a su taller dónde pude ver gran cantidad de pelotas de barro, como las que se preparan para tornear, y quedé sorprendido cuando me dijo que esas eran sus obras. Evidentemente percibió mi desconcierto pues comenzó a explicarme que el camino hacia la perfección era largo, muy largo y casi siempre aburrido pero inevitable. En ese momento hablaba mirando hacia arriba y con los ojos en blanco. De pronto su marido se abalanzó sobre ella, bruscamente, pensando que la tomaría del cuello me interpuse, para evitarlo, y lo conduje fuera del taller. Una vez allí, con voz angustiada, me preguntó que opinaba y no pude evitar decirle que un buen psiquiatra podría darle una opinión más autorizada que la mía. Dejamos a su mujer hablando sola y con los brazos en alto. Bastante apenado lo saludé y me fui.
Algún tiempo después comentando este asunto con un conocido, muy experto en estas cuestiones, me explicó que con toda seguridad la mujer de mi amigo había sido víctima de alguna secta y que él después del célebre caso de “Los alfareros de Lyon” en 1774 no había conocido ningún otro que involucrara a ceramistas. Por mi parte me prometí firmemente que algún día, si era posible, daría a conocer esta historia y es por eso que hoy lo hago.
La secta
por Julio Gómez - 08/2005