Revista Cerámica, junto a Viviana Gendre, tuvo el placer de conversar con Sebastián Mendiburu, ceramista nacido en Santiago de Chile y radicado en Buenos Aires. Sebastián compartió su recorrido en el mundo de la cerámica, su proceso creativo y sus reflexiones sobre el oficio. A continuación, la entrevista completa:
RC: Quisimos conversar con vos con motivo de tu muestra en Dawa. ¿Cómo fue esa experiencia?
SM: Fue una experiencia muy grata. Primero, porque fue un honor que Dawa, un espacio con una trayectoria importante, me haya considerado, y eso ya tiene un gran valor para mí. Además, todo lo simbólico y afectivo de la inauguración fue muy especial: la gente que asistió, los amigos que estuvieron presentes… la verdad estuvo muy lindo. Tocaron un dúo de amigos, Dúo Cuadra Calderon, que también son migrantes de Chile. Interpretaron temas muy lindos, con folklore de distintos lugares de Latinoamérica. Fue una experiencia muy emotiva y muy linda.
RC: ¿Cómo fue el recorrido que te trajo desde Chile hasta Argentina?
SM: Empecé la carrera de Escenografía en la hoy UNA (Universidad Nacional de las Artes), pero no me adapté, entre otras cosas a lo extenso del plan de estudios. Vengo de una familia de artesanos del sur de Chile, con un vínculo muy fuerte con el oficio, el trabajo manual y el teatro fueron troncales en mi crianza: mi abuelo fue director del taller de zapatería del Teatro Municipal de Santiago, y eso despertó mi interés por la escenografía. Aunque la carrera exigía mucho dibujo técnico, tuve la oportunidad de explorar distintas disciplinas artísticas dentro de Artes Visuales, como dibujo, pintura y grabado. Finalmente llegué a la cerámica, que al principio no me entusiasmó, pero terminó marcando el inicio de un nuevo camino para mí.
VG: ¿Tuviste como profesora a Teodolina García Cabo?
SM: Sí, claro, era la cátedra García Cabo, si mal no recuerdo, pero el turno era los miércoles a la mañana con María Amalia Beltrán. Una profesora hermosa, una persona divina. Ella fue muy estimulante, sobre todo porque éramos unas 50 o 60 personas en el aula y solo tenía un ayudante. Tenía esa capacidad de motivar a la gente para que hiciera cerámica. Recuerdo que trabajamos en la técnica alto y bajo relieve, y ahí tuve una experiencia complicada. Me costaba mucho porque la pasta estaba blanda y no entendía cómo lograr la prolijidad que pedían. Después vino un trabajo en volumen, una construcción con placa. Recuerdo que un día, cuando fui a adelantar ese trabajo, solo en el taller, me di cuenta que me gustaba mucho trabajar ahí, en la cerámica. Ahí fue cuando decidí dedicarle más tiempo.
También conocí a Hugo Osterman, que era el encargado de la sala de hornos y profesor de esmalte sobre metal. Él me ayudó a construir un pequeño horno para esmaltar metal, y durante unos tres años estuve muy enfocado en producir esmaltes sobre metal.
María Amalia nos mostró un video de un alfarero mexicano llamado Gustavo Pérez, que en 2014 venía a un «famoso simposio» en la Escuela de Avellaneda. No tenía idea, pero el video me llamó mucho la atención y decidí ir a ese simposio. Cuando llegué, había cuatro hornos prendidos —uno de carbón, otro de leña—, se tomaba vino, había guiso, y cientos de ceramistas de todos lados. La escuela, que también es un museo, me impresionó muchísimo. Fue en mayo de 2014 cuando me inscribí en la lista de espera para un taller de alfarería los sábados. Desde ese momento, nunca más me fui. Ahí supe que quería vivir de esto. Fue una certeza que apareció en medio de la incertidumbre.
Me gustaba el dibujo, el grabado, la escultura, pero en la cerámica encontré un ambiente mucho más grato, una red de ceramistas increíble y entendí que todo eso fue generado con mucho amor y trabajo y un equipo docente apasionado, como Emilio Villafañe, Julio Cando, Susana Cortés, Marta Midaglia… Cada clase era alucinante y todo en la escuela valía la pena.
RC: ¿Cuál fue el motivo que te llevó a dejar Chile y venir a vivir a Argentina?
SM: Fue algo medio impulsivo. Yo estaba de novio y mi compañera de ese momento ya tenía decidido, junto a su mejor amiga desde hacía años, que cuando terminaran el colegio iban a trabajar un par de años, juntar algo de plata y venirse a estudiar a Argentina. En Chile, como sabemos, la educación es carísima, así que estudiar allá no era una opción real para muchas personas. Y yo, sin pensarlo demasiado, me vine con ella, tenía 20 años.
RC: ¿Y te quedaste a vivir acá desde entonces?
SM: Al principio no tomaba dimensión real de lo que significaba venirme. Pero pasa un año, después dos, tres, cinco, siete… y de a poco te encontrás con algo construido a mitad de camino: estudiando, armando vínculos, empezando a echar raíces. Y ya pasaron 12 años. Hoy no tendría sentido irme a otro lugar. Hace tres o cuatro años que trabajo exclusivamente desde mi taller, en mi casa, y siento que ahora que logré eso —que me costó tanto— no tendría sentido desarmarlo todo e irme a buscar algo en otro lado. Acá está todo lo que, en este momento de mi vida, me hace bien. Tengo 32 años y estoy donde quiero estar.
VG: cómo te llevás con el diseño en tu trabajo: ¿cómo abordás el diseño de una pieza, de una obra? ¿Es un proceso más intuitivo o partís de una idea o concepto previo antes de ir a la pasta?
SM: Mientras estudiaba, ya trabajaba en talleres de alfarería, lo que me permitió experimentar y aprender sobre técnicas como la baja temperatura, los esmaltes, los hornos de leña y la formulación de mis propios engobes. Ser migrante, estar estudiando y no contar siempre con recursos, hizo que este proceso fuera también una búsqueda constante, pensada desde la necesidad y desde la creatividad.
A lo largo de mi recorrido artístico, siento que todo se fue dando de manera espontánea y paso a paso. Aunque tengo una imagen definida en mi trabajo, reconozco que ha estado muy influenciada desde el comienzo por Emilio Villafañe, quien me acompañó y apoyó muchísimo en este proceso, al igual que otras personas claves. Cuando empecé, me atraía mucho la figura humana, pero al descubrir el torno alfarero, sentí una fascinación y decidí que quería aprender a dominar esa herramienta. Con el tiempo, mi obra fue encontrando una identidad propia. Empecé a poner el acento en bruñir, en formular mis propios engobes, en buscar calidades. Considero que mis piezas mantienen una clara influencia de la alfarería tradicional, el legado de Emilio, especialmente en la decoración, pero también se ha transformado, porque me interesa llevar esa tradición hacia lo personal, explorando el modelado y formas nuevas y propias de expresión producción.
VG: pero ahora veo una marca mucho más clara, más tuya, que se diferencia… parece que es parte de un proceso propio ¿cómo te encontrás vos en ese proceso?
Porque cada una tiene su forma, su camino. Y quizás, en tu caso, no se trata tanto de sentarte a dibujar, sino que tu proceso es más intuitivo y te sentás en el torno, en vez de sentarte delante de un papel. ¿Es así?
SM: Cuando dibujo lo hago de manera libre y espontánea, usando lápiz sobre papel, sin seguir técnicas formales. Hay períodos en los que dibujo mucho y surgen formas que me atraen, especialmente rostros y grafismos relacionados con la alfarería, que luego incorporo como parte de mi propio lenguaje visual.
Al llevar esas ideas al torno, a veces hago un boceto previo de la pieza, aunque el resultado final suele cambiar durante el proceso; en ocasiones me gusta más, otras veces menos. Me gusta desafiarme: por ejemplo, intento hacer una serie de veinte botellas del mismo tipo, permitiéndome variar la técnica y los detalles (algunas modeladas, otras paleteadas, algunas con rostro, otras no). Ese espacio de exploración es fundamental para mí porque siento que también es para pulir mi trabajo. Esto me ayuda a identificar los elementos que más me interesan y a avanzar en ese camino creativo que estoy transitando.
VG: Estás trabajando mucho con los lustres, ¿no? ¿Estás usando lustres saturados de cobre? ¿Qué materiales estás utilizando?
SM: No tanto, pero he probado. Lo que pasa es que eso no es algo que funcione fácil ni regularmente desde el principio. Pero tuve la suerte de que funcionara. Son esmaltes comerciales, y los estoy trabajando con reducción. Por ejemplo, el verde botella, es un saturado en cobre. En atmósfera de reducción, con ese tipo de esmalte, pueden aparecer los rojos de cobre.
VG: ¿Y con qué elemento lográs esa reducción?
SM: Para reducir el oxígeno dentro de la horneada se puede usar cualquier materia orgánica o inorgánica que provoque una mala combustión. La particularidad del caucho es que te la asegura porque se prende fácilmente. Este trabajo requiere contar con un patio y asegurarse de que los vecinos no se molesten; en mi caso, no tengo vecinos, así que no es un problema. Sin embargo, al quemar caucho o naftalina se genera un humo con olor fuerte, similar al de un piquete.
VG: ¿Realizás la reducción en un horno a gas?
SM: En hornos de tacho, de balancín. Llego a 1040° y luego, en la bajada, hago la reducción. Exactamente: desde los 850 °C, cuando el esmalte ya no está tan blando (entonces no se va a burbujear ), ahí arranca la acción, hasta llegar a los 550 °C.
Hay un abanico muy grande de métodos para hacer lustres. Según tengo entendido, los lustres son de origen iraní, de esa zona, y ellos los aplican en una tercera cocción, como un óxido, alrededor de los 700 °C. Pero lo hacen sobre piezas ya esmaltadas. Hay muchas técnicas distintas para aplicar lustres.
VG: ¿Qué soporte usás?
SM: Todo está hecho con una pasta que formulé especialmente para que tolere el choque térmico.
VG: Claro, ¿Y hacés un enfriamiento normal?
SM: Eso depende mucho del horno. Justamente por eso usé una pasta preparada para soportar choque térmico, porque los hornos de fibra enfrían muy rápido. Para probar, al menos me garantizo que la pasta aguante un poco más, porque desde que corto el horno a 1040 °C hasta que baja a 950º o 900º, que es cuando empiezo a prestarle atención para hacer la reducción, pasan unos 40 minutos. Y después hay como una hora y media entre los 900º y los 550 °C, que es cuando realmente se hace el trabajo. Pero eso, depende mucho del horno y de su nivel de aislación.
VG: Podríamos decir que, en definitiva, estás domesticando el fuego…
SM: Intentamos, es un aprendizaje. Porque yo he hecho la experiencia un par de veces con Emilio, con alumnos, solo, los resultados aparecen rápidamente y hay muchas variables en juego. Incluso usando los mismos esmaltes, la paleta de colores y los efectos tornasolados —aunque sean todos rojos— cambia el resultado entre una pieza y otra.
VG: ¿Y qué es lo que te invita a seguir explorando?
SM: Definitivamente, y quiero seguir haciéndolo. Hace poco me regalaron nitrato de plata. Con un obsequio así, siento que tengo que ponerme a trabajar todo el día. Es una lástima que no siempre tenga el tiempo necesario… pero bueno, ahí vamos.
VG: Está buenísimo lo que planteás, de todas las variables para seguir investigando …
SM: Es proceso, porque para aplicar el esmalte, hice un par de pruebas: un engobe con cobre, pasta formulada con cobre y funciona; hicimos transferencia con cobre, y funciona; serigrafía con cobre, y también funciona; donde hay cobre y vidrio: metaliza.
RC: Cambiando de tema: ¿cuál es el significado de esas caritas o rostros en alguna de tus obras? ¿Tienen alguna historia detrás?
SM: Tiene que ver un poco con estar buscando un objeto que represente, de algún modo, un ser, un ente. Algo bípedo, que atraviese —o roce— lo humano. Entonces, le falta la cara, y las caras son justamente las que modelo yo. En eso hay una búsqueda, y hay detalles que, creo, son muy personales: voy viendo cómo le hago el ojo, cómo le hago la nariz, para que tenga el gesto que estoy buscando. Ahora bien, lo que yo hago son objetos cerámicos. No podría decir que soy artista. Para mí, hay gente que sí le da expresión a las cosas, que puede hacer un rostro que exprese algo. Pienso por ejemplo, en Tavella, Leandro Niro, Luciano Polverigiani…
VG: yo no estoy de acuerdo, me parece que expresan desde otro lugar.
SM: Sí, completamente. Pero ahí ya se vuelve una mirada más subjetiva. Tal vez, esas personas que nombré tienen un carácter más definido según el modelado. El gesto del rostro está pensado para contar un relato.
VG: El gesto del artista también influye mucho. El gesto en la pasta, el gesto del artista es muy pregnante …
SM: Claro, yo busco un poco eso también, hago alfarería, pero también me interesa la gestualidad del modelado, el desgarre del barro mismo. Entonces, empiezo a incorporarlo, aunque en el caso de estos rostros sea algo bastante tímido… porque es una forma alfarera, pero está bien, porque finalmente se entiende completamente que son personitas.
RC Está bien porque refleja tu estilo, porque es lo que vos creás…
SM: Y quizás esa representación tiene un aire un poco étnico. Alguna vez le pregunté a Marcelo Bessi, un profesor de la Escuela de Avellaneda especializado en esmalte sobre metal, cómo definiría lo que yo hacía. Me respondió que era una “etnia de ficción”. Para mí, fue un hallazgo muy acertado, porque hasta ese momento no podía nombrarlo de esa manera. Fue como una referencia que me aportó mucho.
Luego, a otro profesor, Arnaldo Carbone, le pregunté si mi trabajo podría ubicarse dentro del arte sudamericano, y me respondió que sí, porque mi obra responde a una búsqueda vinculada con esa identidad.
A mí me interesa profundamente ese tema, porque creo que mi trabajo simplemente es lo que soy, atravesado por la historia de los territorios que habito. Creo que existe un lenguaje común en la identificación con el territorio, con sus símbolos.
VG: Creo que lo gestual está está en el cuerpo de quien modela, de quien tornea. Me parece que hay un gesto propio, y que a veces se trata de procesos. Y también tiene mucho que ver con lo que traemos. Creo que el gesto tiene que ver con lo que traemos, y nosotros traemos Latinoamérica en el cuerpo, estamos situados y atravesados por esa realidad.
SM: Creo que también hay un tiempo de reconocimiento, en el sentido de que uno va dándose cuenta de qué línea o qué color le gusta, qué forma le gusta. Pero eso no tiene ningún secreto: la única clave es hacer sin parar, para que uno pueda tener ese tiempo de autoestudio, para evaluarse, ver si está de acuerdo con eso.
Eso pasa también con las técnicas, con los tratamientos de superficie, con la forma y con el oficio, más allá de la cerámica.
VG: ¿Cómo te llevás con los salones, con las presentaciones, con los premios, con exponer?
SM: He participado en salones de estudiantes, en el salón municipal de la escuela, en el salón de artesanías de Berazategui y en un par de salones del CAT. Un par de veces recibí premios, y es lindo, es gratificante, es un estímulo constante.
Pero también es un azar. Y de alguna manera también me parece que ese azar lo vuelve un poco horizontal, porque todos pueden ganar, ya que es el criterio de tres personas, o cuatro o cinco, que eligen lo que les gusta. Me parece que está bueno que existan salones constantemente, porque son estímulos. Cuando obtuve un premio, gané materiales: me regalaran 100 kilos de pasta, pigmentos, etc. y realmente fue un estímulo para poder seguir trabajando.
VG: También es un reconocimiento y te da exposición, está bueno tener la mirada del otro…
SM: Sí, es interesante porque te ayuda a ubicarte. Y currículum… Porque en mi caso, yo había expuesto siempre colectivamente, con compañeros de la Escuela de Cerámica, en el espacio Hornos sin Fronteras. Y siempre es grato. Pero, finalmente te miran tus amigos, la gente que te quiere, y en ese sentido, es un espacio seguro. Yo participo en esos espacios porque necesitamos esa contención. Para mí es un estímulo, es grato, me motiva a seguir haciendo cosas. Si se vendieron piezas, y con ese dinero compro más materiales y puedo vivir de la cerámica. Necesitamos estimularnos entre nosotros, como un dar y recibir, un darnos entre todos, conjuntamente.
VG: también se enseñan, afirman la mirada colectiva y amorosa, la solidaridad, el intercambio de saberes, y la calidez
SM: Cada vez somos más, cuando vas a un encuentro de cerámica, no lo podés creer. Todo el cariño, la reunión, la gente embarrada, modelando, haciendo horneadas, construyendo hornos con pocos recursos… No suele verse mucho ese aspecto en otras prácticas.
RC: siempre le pregunto a los ceramistas si pueden vivir de la cerámica. ¿creés que es posible vivir de la cerámica?
SM: Sí. Igual en mi caso, esto no es mérito mío. Insisto: es gracias a toda la gente que me ha ayudado, y a la red de la que soy parte. Tiene que ver con eso: así como a mí me dan, yo también tengo que dar. Hablando específicamente de mí, creo que hacer cerámica y hacer hornos con «Hornos sin Fronteras» son las dos cosas que voy a hacer toda mi vida. Eso lo decidí hace mucho. También yo siempre me pregunté cuál era la herramienta política del quehacer cerámico, y me di cuenta de que eran necesarios los compromisos: de estar siempre, de poner el cuerpo, en todos los lugares que haga falta, en la medida de lo posible.
Yo también tengo mi taller en el barrio de La Boca, donde también vivo. Lo que no me gustaría es dedicar todo mi tiempo a la enseñanza y no poder sostener mi producción.
También tomo clases en el taller de Emilio, desde hace muchos años. Hacemos intercambios: yo ayudo en el taller, preparando esmaltes, recuperando pasta, ordenando la materia prima… También doy cursos, a veces en otras provincias, cuando viajo a Chile.
La verdad es que intento que todo gire en torno a la cerámica. Si estoy dos semanas sin hacer nada relacionado, de vacaciones, sin taller, me aburro. Soy bicho de taller: acá adentro estoy bien, muy bien.
RC: Te felicito. Me parece que es un verdadero privilegio. Para alguien de tu edad, tener claro lo que hace, que lo apasione y poder vivir de eso.
SM: Sí, lo sé. Todo esto que pasa es también gracias a la ayuda de Emilio y de mi familia, principalmente. Porque siempre estuvieron apoyándome. Pasé años trabajando, sin un mango, preguntándome cuándo iba a poder comprarme un horno, y en todo ese tiempo, él que siempre estuvo. Y creo que eso, más allá de ser un vínculo íntimo mío o un relato personal que estoy contando, era el ambiente que se respiraba en la Escuela de Avellaneda. Ahora ya no soy estudiante, pero voy al taller de producción, son como una gran familia, donde todos se ayudan en lo que hace falta. Para mí, es la mejor escuela de cerámica de Sudamérica.
VG: No en todos los países existe el concepto de escuela pública, y de calidad, como es la Escuela de Cerámica de Avellaneda.
SM: Te forma como profesional. Se aprende todo: alta y baja temperatura, cocciones a leña, gas, química, alfarería, tratamiento de superficies, hay salones, simposios… Eso no existe en ningún otro lugar de Sudamérica.
VG: Y la gestión que hizo Emilio Villafañe fue muy buena. Supo negociar, para beneficio de la escuela y para quienes formaban parte de ella.
SM: según escuché ya era director de la escuela de muy joven. Y después, junto a otros, hicieron de la escuela lo que es hoy: una genialidad, un proyecto claro de futuro. Y todo se sostuvo con mucho compromiso, poniendo el cuerpo. Yo llegaba a la escuela y veía al director barriendo, cargando materiales como cualquiera. Y así todo cobra mucho sentido, da ganas de participar, de aprender, de ser parte. De seguir ese ejemplo.
VG: Bueno, Sebastián, muchísimas gracias por esta charla tan linda. Fue un placer escucharte y compartir este rato. Gracias de verdad.
Agradecemos profundamente a Sebastián Mendiburu por compartir con tanta generosidad su tiempo, su experiencia y su mirada sobre la cerámica como oficio, comunidad y forma de vida. Gracias también a Vivi Gendre por su participación en la entrevista y por acompañar este encuentro.
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