La enviada 

por Julio Gómez - 11/2009

Fue a mediados de la década del 80. Se me ocurre recordarla como «La enviada» pues nunca creí del todo que hubiera venido por su propia iniciativa. Era una mujer atractiva, pelo corto muy negro y grandes ojos árabes. Se presentó, una tarde, en mi viejo local de la calle Humboldt, diciendo que venía a contarme una historia y me preguntó si me interesaba escucharla. Sorprendido por la situación dudé un instante pero rápidamente le dije que sí. Lo primero que me dijo fue que durante algunos años había sido asistente de un conocido gurú de la cerámica, una especie de secretaria casi íntima de este controvertido personaje. A continuación me relató detalles muy personales de su relación con él y también me explicó que dicha relación había terminado con ella muy disgustada por la ingratitud con que la había tratado y por ciertos abusos psíquicos que la habían llevado a tomar esa decisión. Cuando le pregunté cual había sido su interés en mantener esa relación me dijo que, inicialmente, era por su aficción a la cerámica pero que luego fue derivando por otros caminos alguno de los cuales ni ella misma entendía muy bien. Lo único que tenía bien claro era que su fascinación por «el Maestro» la había ido llevando a ese estado de semiservidumbre del cual ahora se había liberado. Me habló, largamente, de los masajes relajantes y de esas extrañas tisanas, para el dolor de cabeza, que «el Maestro» requería después de sus cada vez más frecuentes ataques de histeria. También me advirtió que en su entorno había mucha maldad y eran habituales las prácticas de brujería con las que se pretendía neutralizar las interferencias negativas para los planes del «Maestro» y me preocupó enterarme que una foto mía había sido pinchada con alfileres envenenados. Al querer saber desde cuando sucedían esas cosas me dijo que, por lo que ella conocía, «el Maestro» actuaba así desde su más tierna infamia. A continuación le pregunté cual era el motivo por el que me contaba todas estas cosas y me dijo que ella sentía la necesidad de otro maestro y que si yo aceptaba estaba dispuesta a trabajar como mi asistente. Su expresión suplicante la hacía aún más atractiva y no pude evitar que se me cayera la baba al pensar en esos masajes y las exóticas tisanas pero finalmente prevaleció algún resto de prudencia que todavía me quedaba luego de haberla escuchado durante algo más de tres horas y le dije que lo iba a pensar. Su expresión cambió bruscamente y ahora era como de fracaso. Se despidió, tristemente, sin decirme su nombre ni adonde encontrarla. Fue la primera y también la última vez que vi a «La enviada».