Clandestino

por Julio Gómez - 06/2008

Hace yá bastante tiempo fui involuntario espectador, o quizás mejor dicho coprotagonista, de un episodio que me impresionó profundamente. Generalmente prefiero no mencionarlo por miedo a que no me crean pero hoy, a esta altura de mi vida y con ya poco para perder, decido correr el riesgo y se los voy a contar.
En esa época, a mediados de los 70, había hecho alguna amistad con un ceramista que vivía en la zona de Escobar donde tenía una muy linda casa y un cómodo taller. Habíamos combinado un domingo, en tiempo de primavera, para hacer un asado y practicar algo de cerámica raku. Después de almorzar y mientras tomábamos café en confortables reposeras me contó que su vecino, que había nacido en esa zona, le había contado que su abuelo, cuando llegó de Europa, se había dedicado a la cerámica y llegó a tener un importante taller que después heredó su padre y ahora él. Lo que le llamaba la atención era que nunca le hubiera dicho donde tenía el taller y que viviera prácticamente recluído en su casa quinta, tampoco se trataban mucho.
Como mi hobby, y mi negocio, era conocer ceramistas le propuse ir a visitarlo y al rato fuimos, nos recibió personalmente y nos invitó a pasar. El hombre muy alto y corpulento era totalmente calvo, de nariz aguileña y mirada agresivamente penetrante. Le comenté mi extrañeza de no conocerlo anteriormente y evidentemente molesto me dijo que casi no salía de su casa.
De pronto proveniente del fondo de la vivienda, apareció un hombrecito, de aspecto indígena, que a los gritos trató de explicar algo que había ocurrido. El vecino de mi amigo, enfurecido, lo persiguió a través del parque hasta que el hombrecito se metió en un pequeño galpón, lleno de herramientas de jardín, el vecino entró tras él y nosotros, casi sin darnos cuenta, lo seguimos empujados por la curiosidad. En un rincón, en el piso del galpón, se veía una tapa levantada y un hueco con una escalera precaria, de donde salía un fuerte olor a humo, bajamos uno tras uno, con bastante dificultad y pudimos ver al vecino, que había bajado primero, pegando con una rama a un grupo de otros hombrecitos que acurrucados contra una pared de barro recibían el castigo profiriendo fuertes chillidos. Muy sorprendidos miramos a muestro alrededor y observamos una montaña de barro blando, unas sub-cuevas cavadas en las paredes donde se apilaban numerosos moldes de yeso y algo, semitapado por el humo, que parecía un horno. Sobre la montaña de barro y apoyado sobre una pila de bolsas se veía un tablón, a modo de trampolín, adonde algunos hombrecitos trepaban y temblando orinaban sobre el barro. De pronto el vecino, reaccionando bruscamente, nos pidió que saliéramos del lugar y una vez afuera nos hizo jurar, con expresión amenazante, que no se lo contaríamos a nadie, lo hicimos y nos fuimos. Algún tiempo después mi amigo me comentó que había visto a uno de los hombrecitos saliendo de la casa y al preguntarle por el vecino le dijo que se había ido de viaje pero no le creyó y sospecha que lo mataron y quemaron en el horno.